Desde que era niño, no me hacía falta
otra cosa más que el cielo de la tarde, siempre distinto, coloreado de todos
los tonos del azul, entrecortado por un horizonte lleno de árboles; el ganado
que seguía la misma ruta día tras día, el desayuno a las 5 de la mañana y el sabor de la leche recién ordeñada. Mi
universo era el universo de siempre, atrapado en un entorno de verdes de
praderas y lomas, conformado por las rutas y la gente que veía siempre. Nunca
fue más ni menos de lo que necesitaba, tenía lo indispensable para el cuerpo y
también para el ánimo. Mi único anhelo era el sábado, cuando iba a esperar a
Juliana a su casa para llevarla al pueblo y comernos un helado; a ella le
gustaba el de chocolate, siempre pedía del mismo, luego me abrazaba y se reía y
me volvía a abrazar. Ella era lo que me
movía a la civilización, porque cuando no estaba con ella, sólo necesitaba mi
universo para sentirme completo.
Aquel día, fui como todos los sábados
por juliana, estaba más linda que nunca; su cabello largo y negro y sus ojos
pequeños que me miraban con ternura, no sé por qué había un brillo diferente en
ellos. Corrió hasta mí y me abrazó diciéndome:
- ¡Helías! Te estaba esperando, amor, estoy feliz,
quiero gritar.
-Entonces grita, no tengas miedo-. Le
dije levantándola con mis brazos y sujetándola a mi pecho.
Después de reírnos como locos empezamos
a caminar tomados de la mano, en un instante me miró y empezó a decirme:
-Sé que me quieres mucho y que eres muy noble-
Aquellas palabras las decía en tono dulce
como preparando el terreno, para asestar un golpe fatal.
-Helías, sé que quizás no entiendas, pero este
pueblo no lo es todo, el mundo es muy grande, hay cosas que ni te imaginas.
Tuve que hacer un esfuerzo para no cambiar la
expresión.
-Me tengo que ir a la ciudad, voy a trabajar,
me consiguieron un trabajo en Cartagena y me quiero ir para allá –
El gusto se me volvió angustia. Y ¿Ahora
qué? si yo no sabía vivir sin aquellos sábados, sin sus besos, sin mi pequeña.
Aguanté un nudo que se me hizo en la garganta, para poder seguirle la
conversación.
-Juliana, jamás te he dicho que no a
nada, siempre te apoyo en todo, pero nunca pensé que me dejarías.
-No te dejo, tu vendrás después a vivir
conmigo-
Sus ojos me miraron llenos de una alegría que jamás le había visto y me
mostró una revista. Nos sentamos en un andén y empezamos a ojearla.
Siempre había pensado que los lugares
comenzaban donde está la tierra, la hierba, los animales; donde cantan los
gallos, y las hormigas conviven con uno
y los perros se sacuden sus incomodidades sobre el piso. El espacio de
agua más grande que había visto era una laguna, situada en una finca que
quedaba a dos leguas de mi casa. Me había
conformado con el vértigo de las tormentas de agosto y el ritmo brioso
de la yegua de papá. Jamás imaginé un mundo donde los árboles fueran de
concreto y tuvieran hojas largas,
delgadas y metálicas o que las casas se suspendieran unas sobre otras como los
cúmulos de tierra donde suelen vivir los comejenes o los panales que fabrican
las abejas.
Cartagena, decía la portada. Empecé a
leer y a ver lo que era la ciudad. Ya
antes había visto fotos de ese sitio,
pero aun así pensaba que solo existía en
el papel o en alguno de mis locos sueños, aquellos que prefería ignorar para
ahorrarme la necesidad de pensar en cosas inútiles como decía papa.
-Hijo. La vida está en el monte, no se
ponga a pensar en nada más, eso de estudiar y caminar no es bueno, le puede
pasar como a su abuelo que por andar de caminante lo robaron y lo mataron en la
ciudad.-
Recodaba con exactitud lo que mi padre me
decía, porque me lo repetía siempre,
cuando me veía tomar alguna revista o algún libro para leer.
El corazón se me aceleró, sentía un
terror absoluto, y a la vez una emoción que no sabía explicar, pero pensé que
no sería tan malo si Juliana quería irse, si había gente que vivía allá.
Después de conversar y oír a Juliana
darme todas sus excusas para querer irse, me devolví a mi casa, no paré de
pensar en aquello durante todo el resto de la noche. ¿Qué debía hacer?, ¿por
qué lo dudaba? Si yo era mayor y podía hacer cosas que antes no. Pensaba y
pensaba, pero aún faltaba tiempo. Quizá, después se me quiten las ganas, me
decía a mí mismo.
Pasaron dos meses y Juliana estaba por
irse. El día antes de partir la fui a buscar, y su mamá me abrió la puerta, con
su cara de fingida amabilidad llamó a su hija y ella salió. Sus ojos estaban
llenos de lágrimas.
-Helías, te voy a extrañar mucho-. Me besó como nunca, frente a todos, sacó de
su bolsillo un papel arrugado y me lo dio.
-Ésta es mi dirección en la ciudad, sé
que vas a ir a buscarme, ¡júramelo Helías!, porque si no vas no nos veremos
nunca más. Yo no regresaré-
Me miró y se puso a llorar. Un último
beso y entró en su casa, desapareciendo ante mis ojos con su trajecito azul y
los pies descalzos. La puerta se cerró detrás de su pelo negro que acababa de
dejar impregnadas mis manos de un agradable olor a shampoo, del rosado, de ese
de Juliana, el mismo que nunca olí en ninguna otra mujer.
Quise decirle que no llorara, que si lo
hacía entonces no nos volveríamos a ver. No sé por qué se me ocurrió ese loco
agüero de mi madre que dice que no hay que llorar por los vivos, porque después
se mueren, pero no me dio tiempo, se fue, quizá para que no la viera llorar
más, o para que no me doliera tanto, sin saber que mi corazón estaba hecho
pedazos y que nada podía dolerme como aquel sentimiento de vacío que acababa de
dejar en mí.
No la volví a ver, no me escribió en
meses, y yo no hacía más que pensar en la ciudad, en buscarla y caminar con
ella aquellas murallas de la foto. El papel que me había dado ya estaba casi
borroso de tanto que lo sacaba para mirarlo como si se tratara de una carta de
amor. Casi cuatro meses y yo siempre yendo a su casa a preguntar por ella, pero
su mamá no me abría la puerta.
Entonces decidido salí aquel día de mi
casa, escogí una ropa, la metí en una bolsa, saqué los ahorros de debajo del
colchón; me bañé, me vestí, no dije nada como siempre que salía. Mis padres
nunca me preguntaban nada, solo el perro Chente, me saludó con su cola, y yo le
dije: ¡Adiós amigo! Mientras me encajaba la camisa de cuadritos, la favorita de
Juliana. No sé si llevaba más ganas que susto, pero el hecho es que me puse en
marcha y mi destino: la cuidad de los arboles de concreto, y de balcones
florecidos, la de las casas que se suspenden unas sobre otras.
Luego de andar largo rato en un bus de
San Juan llegué a la terminal de
transporte, empecé a preguntar y por consejos tome una buseta verde y blanca
que llegaba hasta el centro. Durante todo el camino no hice más que mirar por
la ventanilla, y notaba como poco a poco
la cobertura de las casas iba cambiando: de rusticas a elegantes, luego a
distinguidas, luego ostentosas. En el ambiente habían olores distintos: a café,
a carne asada, a limón, a gasolina, sobre todo a gasolina, y ese hedor de la
estufa de la mamá de juliana que siempre me molestaba tanto, ahora los carros
olían a eso. La gente era tan distinta, era un universo paralelo al mío. Pero,
sentí una necesidad de quedarme allí para siempre, solo hacía falta Juliana y todo estaría completo.
Al llegar al centro vi a la
ciudad más hermosa del mundo, parecía suspenderse sobre la espuma del
mar, las murallas estáticas, eternamente gobernaban su entorno.
Me desorienté, yo que siempre sabia la
hora, ahora ni sabia para que lado se escondía el sol, pero aún estaba la luz
de la tarde, brillante sobre los techos
de concreto. Apreté con fuerza el
crucifijo que siempre llevo conmigo, para que Dios me vea. Volví a mirar el
panorama, la ciudad de balcones. Ahora estaba
dentro de ella, bueno, a unos cuantos pasos porque debía cruzar la
avenida. En frente estaban las murallas y detrás las calles que tanto anhelaba
recorrer.
-Y la dirección de Juliana…bueno, ya encontraré
quien me diga donde es ese sitio-, pensé.
Al cruzar la calle miré a la derecha,
pero no me percaté. Del otro lado un automóvil gris: el golpe, el estruendo, mi
cabeza, el pavimento. Mi cara chocó contra el metal, se me aflojaron los
dientes; dejé de sentir mis brazos, los hombros, las piernas, y un hilo de
sangre comenzó a fluir por mis oídos. Escuché la gente gritar, y los autos
pitando. No tenía noción del tiempo, todo pasaba tan lento y de repente se
aceleraba todo. De cara al sol entre abrí los ojos y vi una cruz roja. Mientras
me sujetaban para ajustarme a una cama
larga alguien me limpió la cara con un paño, unas manos rudas
intentaban mantenerme atento y distraerme de lo que me estaba pasando.
Comencé a pensar en Juliana, dónde estaría.
Recuerdo bien las caras, los uniformes
blancos, todo era blanco, a diferencia de mi universo donde todo era verde,
aquí todo era blanco: mis esperanzas, mis deseos.
Todo aquello me provocó una somnolencia
incontrolable, como si me pesaran los párpados, yo que casi no dormía. No
comprendía por qué me ocurría eso, quizás era por la sangre que me estaba
saliendo por la boca y las orejas, pero no podía dejarme vencer del sueño,
-Ya casi llegamos.- Dijo el hombre vestido de blanco. Empecé a
sentir que no aguantaba más. La voz se repetía, cada vez la escuchaba más
lejos, pero el sueño me vencía,
-No me quiero dormir-. Traté de gritar,
pero no me salían las palabras. Abrí los ojos de golpe, entonces me bajé de la
ambulancia, y miré a mi alrededor. Veía los autos veloces pasando cerca, algo
dentro de mí me decía que debía correr tras
aquellos que se llevaban mi cuerpo, pero volví a mirar la ciudad,
hipnotizadora, hermosa. Quizás después persiga el recorrido del blanco, ahora
prefiero caminar por la cuidad. Alguien debe saber la dirección de Juliana.
me encanta!
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