jueves, 27 de noviembre de 2014

MI ÚLTIMO DIA EN CARTAGENA

 

Desde que era niño, no me hacía falta otra cosa más que el cielo de la tarde, siempre distinto, coloreado de todos los tonos del azul, entrecortado por un horizonte lleno de árboles; el ganado que seguía la misma ruta día tras día, el desayuno a las 5 de la mañana  y el sabor de la leche recién ordeñada. Mi universo era el universo de siempre, atrapado en un entorno de verdes de praderas y lomas, conformado por las rutas y la gente que veía siempre. Nunca fue más ni menos de lo que necesitaba, tenía lo indispensable para el cuerpo y también para el ánimo. Mi único anhelo era el sábado, cuando iba a esperar a Juliana a su casa para llevarla al pueblo y comernos un helado; a ella le gustaba el de chocolate, siempre pedía del mismo, luego me abrazaba y se reía y me volvía a abrazar. Ella era lo que  me movía a la civilización, porque cuando no estaba con ella, sólo necesitaba mi universo para sentirme completo.

Aquel día, fui como todos los sábados por juliana, estaba más linda que nunca; su cabello largo y negro y sus ojos pequeños que me miraban con ternura, no sé por qué había un brillo diferente en ellos. Corrió hasta mí y me abrazó diciéndome:

- ¡Helías!  Te estaba esperando, amor, estoy feliz, quiero gritar.

-Entonces grita, no tengas miedo-. Le dije levantándola con mis brazos y sujetándola a mi pecho.

Después de reírnos como locos empezamos a caminar tomados de la mano, en un instante me miró y empezó a decirme:

 -Sé que me quieres mucho y que eres muy noble-

Aquellas palabras las decía en tono dulce como preparando el terreno, para asestar un golpe fatal.

 -Helías, sé que quizás no entiendas, pero este pueblo no lo es todo, el mundo es muy grande, hay cosas que ni te imaginas.

 Tuve que hacer un esfuerzo para no cambiar la expresión.

 -Me tengo que ir a la ciudad, voy a trabajar, me consiguieron un trabajo en Cartagena y me quiero ir para allá –

El gusto se me volvió angustia. Y ¿Ahora qué? si yo no sabía vivir sin aquellos sábados, sin sus besos, sin mi pequeña. Aguanté un nudo que se me hizo en la garganta, para poder seguirle la conversación.

-Juliana, jamás te he dicho que no a nada, siempre te apoyo en todo, pero nunca pensé que me dejarías.

-No te dejo, tu vendrás después a vivir conmigo-

  Sus ojos me miraron llenos de una alegría que jamás le había visto y me mostró una revista. Nos sentamos en un andén y empezamos a ojearla.

Siempre había pensado que los lugares comenzaban donde está la tierra, la hierba, los animales; donde cantan los gallos, y las hormigas conviven con uno  y los perros se sacuden sus incomodidades sobre el piso. El espacio de agua más grande que había visto era una laguna, situada en una finca que quedaba a dos leguas de mi casa. Me había  conformado con el vértigo de las tormentas de agosto y el ritmo brioso de la yegua de papá. Jamás imaginé un mundo donde los árboles fueran de concreto y tuvieran hojas  largas, delgadas y metálicas o que las casas se suspendieran unas sobre otras como los cúmulos de tierra donde suelen vivir los comejenes o los panales que fabrican las abejas.

Cartagena, decía la portada. Empecé a leer y a ver lo que era la ciudad.  Ya antes había visto fotos de  ese sitio, pero aun así  pensaba que solo existía en el papel o en alguno de mis locos sueños, aquellos que prefería ignorar para ahorrarme la necesidad de pensar en cosas inútiles como decía papa.

-Hijo. La vida está en el monte, no se ponga a pensar en nada más, eso de estudiar y caminar no es bueno, le puede pasar como a su abuelo que por andar de caminante lo robaron y lo mataron en la ciudad.-

 Recodaba con exactitud lo que mi padre me decía, porque me lo repetía siempre,  cuando me veía tomar alguna revista o algún libro  para leer.

El corazón se me aceleró, sentía un terror absoluto, y a la vez una emoción que no sabía explicar, pero pensé que no sería tan malo si Juliana quería irse, si había gente que vivía allá.

Después de conversar y oír a Juliana darme todas sus excusas para querer irse, me devolví a mi casa, no paré de pensar en aquello durante todo el resto de la noche. ¿Qué debía hacer?, ¿por qué lo dudaba? Si yo era mayor y podía hacer cosas que antes no. Pensaba y pensaba, pero aún faltaba tiempo. Quizá, después se me quiten las ganas, me decía a mí mismo.

Pasaron dos meses y Juliana estaba por irse. El día antes de partir la fui a buscar, y su mamá me abrió la puerta, con su cara de fingida amabilidad llamó a su hija y ella salió. Sus ojos estaban llenos de lágrimas.

-Helías, te voy a extrañar mucho-.  Me besó como nunca, frente a todos, sacó de su bolsillo un papel arrugado y me lo dio.

-Ésta es mi dirección en la ciudad, sé que vas a ir a buscarme, ¡júramelo Helías!, porque si no vas no nos veremos nunca más. Yo no regresaré-

Me miró y se puso a llorar. Un último beso y entró en su casa, desapareciendo ante mis ojos con su trajecito azul y los pies descalzos. La puerta se cerró detrás de su pelo negro que acababa de dejar impregnadas mis manos de un agradable olor a shampoo, del rosado, de ese de Juliana, el mismo que nunca olí en ninguna otra mujer.

 

Quise decirle que no llorara, que si lo hacía entonces no nos volveríamos a ver. No sé por qué se me ocurrió ese loco agüero de mi madre que dice que no hay que llorar por los vivos, porque después se mueren, pero no me dio tiempo, se fue, quizá para que no la viera llorar más, o para que no me doliera tanto, sin saber que mi corazón estaba hecho pedazos y que nada podía dolerme como aquel sentimiento de vacío que acababa de dejar en mí.

No la volví a ver, no me escribió en meses, y yo no hacía más que pensar en la ciudad, en buscarla y caminar con ella aquellas murallas de la foto. El papel que me había dado ya estaba casi borroso de tanto que lo sacaba para mirarlo como si se tratara de una carta de amor. Casi cuatro meses y yo siempre yendo a su casa a preguntar por ella, pero su mamá no me abría la puerta.

Entonces decidido salí aquel día de mi casa, escogí una ropa, la metí en una bolsa, saqué los ahorros de debajo del colchón; me bañé, me vestí, no dije nada como siempre que salía. Mis padres nunca me preguntaban nada, solo el perro Chente, me saludó con su cola, y yo le dije: ¡Adiós amigo! Mientras me encajaba la camisa de cuadritos, la favorita de Juliana. No sé si llevaba más ganas que susto, pero el hecho es que me puse en marcha y mi destino: la cuidad de los arboles de concreto, y de balcones florecidos, la de las casas que se suspenden unas sobre otras.

Luego de andar largo rato en un bus de San Juan  llegué a la terminal de transporte, empecé a preguntar y por consejos tome una buseta verde y blanca que llegaba hasta el centro. Durante todo el camino no hice más que mirar por la ventanilla,  y notaba como poco a poco la cobertura de las casas iba cambiando: de rusticas a elegantes, luego a distinguidas, luego ostentosas. En el ambiente habían olores distintos: a café, a carne asada, a limón, a gasolina, sobre todo a gasolina, y ese hedor de la estufa de la mamá de juliana que siempre me molestaba tanto, ahora los carros olían a eso. La gente era tan distinta, era un universo paralelo al mío. Pero, sentí una necesidad de quedarme allí para siempre, solo hacía falta  Juliana y todo estaría completo.

 

Al llegar al centro  vi a la  ciudad más hermosa del mundo, parecía suspenderse sobre la espuma del mar, las murallas estáticas, eternamente gobernaban su entorno.

Me desorienté, yo que siempre sabia la hora, ahora ni sabia para que lado se escondía el sol, pero aún estaba la luz de la tarde, brillante  sobre los techos de concreto.  Apreté con fuerza el crucifijo que siempre llevo conmigo, para que Dios me vea. Volví a mirar el panorama, la ciudad de balcones. Ahora estaba  dentro de ella, bueno, a unos cuantos pasos porque debía cruzar la avenida. En frente estaban las murallas y detrás las calles que tanto anhelaba recorrer.

-Y la dirección de Juliana…bueno, ya encontraré quien me diga donde es ese sitio-, pensé.

Al cruzar la calle miré a la derecha, pero no me percaté. Del otro lado un automóvil gris: el golpe, el estruendo, mi cabeza, el pavimento. Mi cara chocó contra el metal, se me aflojaron los dientes; dejé de sentir mis brazos, los hombros, las piernas, y un hilo de sangre comenzó a fluir por mis oídos. Escuché la gente gritar, y los autos pitando. No tenía noción del tiempo, todo pasaba tan lento y de repente se aceleraba todo. De cara al sol entre abrí los ojos y vi una cruz roja. Mientras me sujetaban para  ajustarme a una cama larga alguien me limpió la cara con un paño, unas  manos rudas  intentaban mantenerme atento y distraerme de lo que me estaba pasando. Comencé a pensar en Juliana, dónde estaría.

Recuerdo bien las caras, los uniformes blancos, todo era blanco, a diferencia de mi universo donde todo era verde, aquí todo era blanco: mis esperanzas, mis deseos.

Todo aquello me provocó una somnolencia incontrolable, como si me pesaran los párpados, yo que casi no dormía. No comprendía por qué me ocurría eso, quizás era por la sangre que me estaba saliendo por la boca y las orejas, pero no podía dejarme vencer del sueño,

 -Ya casi llegamos.-  Dijo el hombre vestido de blanco. Empecé a sentir que no aguantaba más. La voz se repetía, cada vez la escuchaba más lejos, pero el sueño me vencía,

-No me quiero dormir-. Traté de gritar, pero no me salían las palabras. Abrí los ojos de golpe, entonces me bajé de la ambulancia, y miré a mi alrededor. Veía los autos veloces pasando cerca, algo dentro de mí me decía que debía correr tras  aquellos que se llevaban mi cuerpo, pero volví a mirar la ciudad, hipnotizadora, hermosa. Quizás después persiga el recorrido del blanco, ahora prefiero caminar por la cuidad. Alguien debe saber la dirección de Juliana.

 

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