Vicente.
En campo existe una lucha constante contra los
monstruos del cultivo. Uno les llama así
a esas plagas que devoran la
siembra sin piedad alguna y hacen que uno termine el verano comiendo yuca con
ensalada de papaya verde o lo peor: con lengua; bueno, si tienes la fortuna de
morderte la lengua mientras comes.
Ese día fui al cultivo muy
temprano como siempre a quitarle los
gusanos verdes a las hojas del tabaco. Parecía cosa de nunca acabar. Uno le
quitaba tres y aparecían cinco. Llenaba la totuma con un montón de esas larvas
hambrientas y luego las enterraba o las quemaba.
Al principio me daba mucho
asco, pero uno se va acostumbrando con los días. No hay plata para el
plaguicida, y si no hace nada, ellos
devoran todo, y esas hojas
que muerden quedan como coladores. En la
tabacalera se lo regresan a uno. Nadie compra eso.
Como siempre recogí la
totuma llena de gusanos pero no los enterré, ni los quemé. Se me ocurrió algo
mejor. Si había una cosa a lo que mi hermana le tenía miedo era a esos bichos,
y verla correr de susto era algo que me daba mucha risa, así que decidí hacerle
una broma. Los tapé con una hoja de bijao
y me los llevé. El plan era decirle que eran tomates y ver qué cara
ponía cuando destapara el regalito.
Cuando éramos pequeños solía
corretearla por todo el patio con un gusano en la puntica de una rama, se ponía
roja y empezaba a gritar de pánico. Ahora ya habíamos crecido lo suficiente
para tener familia y ser personas serias, pero yo nunca supe de eso, yo solo
sabía de bromas y de risas. Había gente que me criticaba por eso, pero en una
vereda como Mata Perro, donde no había ni luz, ni nada en que entretenerse lo
mejor para estar distraído era molestar, hacer bromas.
La vida no era fácil allá.
No había iglesias, parques, canchas de
futbol, ni nada parecido; solo hierba, monte, árboles, plantas y gusanos,
habían más gusanos que comida; más que plantas. Estaban en todos lados. Yo tenía una fijación con ellos. Creo que
hasta en mis ojos. A veces no me dejaban dormir.
-Mayo aquí te traje estos
tomates para que hagas una ensalada.-
Caminó hacia mí sin el menor
cuidado y sostuvo la tutuma entre sus
manos. Pesaba, así que no sospechó. Puse cara de serio para que no tuviera duda
de que yo a veces podía ser amable con ella.
Llevaba su trajecito de florecitas azules con
fondo blanco, me pareció que flotaba en sus ropas. Que sensación más extraña me
dio en el pecho cuando la vi darme la espalda. Quise detener la broma por un
instante. Pero, esa sonrisa de medio lado que me acompañaba en mis travesuras
inconscientes ya estaba en mi cara. No había vuelta de hoja.
Ella puso el recipiente en
la mesa y levantó la hoja que la cubría, balbuceó unas palabras y calló al
suelo.
Vaya susto, su boca se
empezó a llenar de espuma y su cuerpo temblaba.
Los gusanos se esparcieron por doquier. En su
pelo, en su espalda, en el suelo, en la mesa, en el techo; subían por las
paredes, por mis zapatos. Se desplazaban
con esa sensación de goma que dejan al pasar.
Un grito de mi madre y el
silencio más profundo se rompió.
Agarré la hamaca, recogí una
ropa mía que estaba secándose en el patio, la metí en una alforja;
busqué una caja de fósforos, unos tabacos, mis abarcas nuevas y me fui.
Yo no iba a andar cargando muertos. No iba a estar
contentando madres. Solo sabía una cosa:
yo no tenía cara para estas cosas, así que lo mejor era perderme monte adentro,
como lo hacía mi padre en sus viejos tiempos.
Después de varios días en el
monte, durmiendo en la hamaca colgada de árboles altos y de trajinar entre la
maleza, uno empieza a cansarse y a darse cuenta de que por entre las grietas de
las peñas hay otros monstruos de la vereda: las serpientes. Con su siseo
escalofriante me asustaban por las noches y no podía dormir del miedo a que
alguna terminara trepándose en mí mientras dormía. ¿Por qué todos estos
pequeños demonios me causan tanto escozor? Si se parecen a mí, son solitarios y
escurridizos.
No había nada que hacer. La
dieta del monte me produjo diarrea, así
que decidí regresar. Mientras bajaba de la montaña se cruzaron en mi cabeza mil
pensamientos: que mi hermana había muerto, que mi madre estaba triste, que tal
vez no había pasado nada y la iba a encontrar con sus vestiditos al aire,
lavando la ropa con un tabaco en la boca;
hinchada de humo y de alegría, cantando las canciones que su novio Jaime
le dedicaba.
Cuando llegué, lo primero que vi al doblar la esquina de mi
calle fue un niño jugando con un balón. Por un instante creí que tenía gusanos
en su pelo. Pero no. Debe ser la situación que me puso a alucinar. Seguí caminando con el burro al
lado y vi mi casa. Había pasado un mes y ahí estaba yo, de vuelta.
La puerta estaba
entreabierta y adentro Jaime cantaba un vallenato con su guitarra negra. Su voz
triste se sentía quebrar por momentos. Seguí hasta llegar y abrir del todo la
puerta.
Mi hermana estaba en cama
con un vestido nuevo. Arriba en el zarzo un féretro con un candado, lo usaba
como baúl para guardar sus cosas.
Nadie me miró, nadie me dijo
nada, como si el muerto fuera yo.
Jaime se fue al patio con
los ojos llenos de lágrimas.
-Venga papá. Ciérreme usted
los ojos que ya me llegó la hora.- Dijo
Mayo, en agonía.
Papá extendió su mano que se
alargó hasta el infinito. Sus dedos temblaban. Tocó la muerte con ellos y un
instante antes de que llegaran a los parpados, los ojos de ella se cuajaron en
aire, como viendo la nada, y su brillo habitual se convirtió en una masa
gelatinosa, como los pescados cuando les ponen demasiada sal y luego se la
sacan, así. Mirando la muerte de frente. Y luego la mano de mi padre le cerró
los ojos para dejarla dormir su sueño eterno.
Solo hubo silencios, por
muchos años. Silencios de gusanos que se treparon en mí, por todo el cuerpo,
por los brazos, por las piernas, y aun los sigo viendo en cada cosa que agarro,
en cada cosa que miro.
Cuando el ataúd bajó ayudado
con cabuyas los tres metros abajo, los gusanos seguían saliendo por las orillas
de la tapa. Aun masticaban la hierba que cubría su tumba muchos años después.
Mayo.
No es que me llame mayo, no.
Me dicen así de cariño. Mi nombre es María como mi madre, como mi abuela; como
seguramente se ha de llamar alguna de las hermanas, o sobrinas que nazca después que yo muera. Una tarde
estaba en la hamaca meciéndome y se me vino a la mente que alguna sobrina mía,
en algún día futuro se llamaría también como yo, quizá lo llevaría como segundo nombre.
También se me ocurrió que a causa de eso podría llegar a sentir interés en su
tía difunta y así escribiría la historia de mi vida. ¿Pero qué historia y qué
vida? si mi existencia será tan corta que al final habrá parecido estos
renglones.
Aunque no me crean, yo sé el día exacto, la
hora y la causa de mi muerte.
Nací en una vereda más allá
del olvido, en las afueras del Carmen de Bolívar, enterrada en las montañas que
también llevan mi nombre: Montes de María. Claro que se llama así por la virgen
del Carmen, no por mí.
Aquí nací y aquí he vivido
toda mi vida. Con mis padres y mis hermanos. Con la única entretención del caso
que siempre fue tejer mochilas y luego llevarlas a vender al pueblo y así poder
comprar telas para vestidos, algo de comida enlatada o esas pequeñas cositas
que perfuman y hacen a una mujer más bonita.
Mi papá y mi hermano mayor se encargan del
cultivo, mi mamá y yo de cuidar de la casa y de mis hermanitos pequeños. A
veces mi novio me venía a ayudar con las
cosas de la casa.
Somos una familia normal, a
excepción de mi hermano Vicente, que es
algo así como el fenómeno que toda casa tiene. Es un ser humano detestable, que
solo piensa en hacer bromas y en fumar tabaco. Es el mayor de todos, debería
cuidar de los más pequeños, en lugar de eso vive asustándonos con animales del
campo. A mí siempre está asustándome con gusanos. Mi mama dice que es culpa de
él que yo sufra del corazón.
Las enfermedades son otra
cosa acá. Uno puede ir a un médico a que lo vea y le diga que es lo que uno
tiene, pero nunca hay plata para los tratamientos y los males se pasan solos.
Pero esto que yo tengo, nunca se va a pasar, es peor cada día. A veces siento
que me falta el aliento, se me acelera el corazón y esos dolores frecuentes en
la mandíbula, el cuello, la espalda y el pecho.
Todos los síntomas dicen que
tengo una enfermedad del corazón. El
médico me ha dicho que no fume, pero no hago caso, además que trate de no
impresionarme. Como si yo escogiera asustarme o no de las cosas.
Hoy mi hermano José María
fue a la huerta a quitarle los gusanos al tabaco. Él está más enfermo que yo
con ese tema. Dice que no les teme. Pero, siempre está diciendo que en todos
lados ve esos “monstruos.” Así les llama. Alucina, como si el tabaco que se
fuma estuviera lleno de marihuana.
No es un buen día para
quedarse en casa porque va a llover y quiero ver el cielo y que las gotas me
golpeen la cara. El tiempo es corto. Me queda un mes de vida. Hay que salir y
fumar mucho hasta que los dientes se pongan negros y la boca quede con ese
sabor a tierra y las cosas den vueltas y pueda respirar todo el aire que baja
de la montaña.
Hace un año compré un ataúd
y lo tengo en el zarzo. Ahora mi familia me llama loca. Pero es que no quiero
causarles molestias cuando me muera. No quiero ser una carga ni aun en mi muerte.
A veces es mejor ignorar las
sensaciones que me dan con respecto al tema, hoy por ejemplo las he tenido todo
el día. Pero, es mejor disfrutar cada momento como si fuera el último.
Hoy es un buen día para
abrazar a mama, para besar a Jaime, incluso para hacer un almuerzo de reyes y
que todos se sienten a comer juntos en casa. Incluso es un buen día para
empezar a creer en mi hermano y entenderle todas sus alucinaciones y perdonarle
todas las bromas. Es un buen día para hacer muchas cosas. Después ya no tendré
voz ni aliento para nada. Es triste y doloroso saber que día moriré y no poder
hacer nada, pero mientras llega el momento disfrutaré de cada cosa. Incluso
hasta del simple hecho de hacer una ensalada. Con los tomates que me ha regalado mi hermano.
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