viernes, 28 de noviembre de 2014

C...

Un "Te amo" con mi dedo en el cristal. Ha de borrarse. ¿Un "Te amo" con sus manos en mi pelo?...alguen cambieme la pregunta por favor.

Con un poco de ruido y mil silencios...



-No me escribas cuando llegues a tu casa; no digas que fue lindo ni nada de eso...por favor.

-No te preocupes, no lo haré. Lo prometo.

Cerré la puerta y mil palabras se retorcían en mi cabeza, en mi estómago, en mis manos. Quería decirle que cuando aparta su cara por un beso mío es como cortar el aire con mi soledad. Que ese día, aunque llevaba pegado su olor en mi cuerpo, que aunque sus besos fueron míos y más que su cuerpo su mirada. Yo no me llevé nada. Todo se lo dejé. Quizá con el pretexto de volver por ello.

Y vuelvo, vuelvo, vuelvo. Como el viento que da la vuelta y sale por la ventana de su cuarto; como la respiración del mundo, como el árbol caído cuyas hojas aun rozan el cielo.

No sé hasta cuando, no sé hasta dónde, vuelvo. Aunque sienta que solo puede amarme desde la otra calle, sin cruzar la calle; con poco ruido y mil silencios.

LOS MONSTRUOS DE LA VEREDA. DE ALUCINACIONES A OTRAS ENFERMEDADES


Vicente.

En  campo existe una lucha constante contra los monstruos del cultivo. Uno les llama así  a esas plagas que  devoran la siembra sin piedad alguna y hacen que uno termine el verano comiendo yuca con ensalada de papaya verde o lo peor: con lengua; bueno, si tienes la fortuna de morderte la lengua mientras comes.

Ese día fui al cultivo muy temprano como siempre  a quitarle los gusanos verdes a las hojas del tabaco. Parecía cosa de nunca acabar. Uno le quitaba tres y aparecían cinco. Llenaba la totuma con un montón de esas larvas hambrientas y luego las enterraba o las quemaba.

Al principio me daba mucho asco, pero uno se va acostumbrando con los días. No hay plata para el plaguicida, y si no hace nada, ellos  devoran todo,  y esas hojas que  muerden quedan como coladores. En la tabacalera se lo regresan a uno. Nadie compra eso.

Como siempre recogí la totuma llena de gusanos pero no los enterré, ni los quemé. Se me ocurrió algo mejor. Si había una cosa a lo que mi hermana le tenía miedo era a esos bichos, y verla correr de susto era algo que me daba mucha risa, así que decidí hacerle una broma. Los tapé con una hoja de bijao  y me los llevé. El plan era decirle que eran tomates y ver qué cara ponía cuando destapara el regalito.

Cuando éramos pequeños solía corretearla por todo el patio con un gusano en la puntica de una rama, se ponía roja y empezaba a gritar de pánico. Ahora ya habíamos crecido lo suficiente para tener familia y ser personas serias, pero yo nunca  supe de eso, yo solo sabía de bromas y de risas. Había gente que me criticaba por eso, pero en una vereda como Mata Perro, donde no había ni luz, ni nada en que entretenerse lo mejor para estar distraído era molestar, hacer bromas.

La vida no era fácil allá. No había  iglesias, parques, canchas de futbol, ni nada parecido; solo hierba, monte, árboles, plantas y gusanos, habían más gusanos que comida; más que plantas. Estaban en todos lados.  Yo tenía una fijación con ellos. Creo que hasta en mis ojos. A veces no me dejaban dormir.

-Mayo aquí te traje estos tomates para que hagas una ensalada.-

Caminó hacia mí sin el menor cuidado y  sostuvo la tutuma entre sus manos. Pesaba,  así que no sospechó.  Puse cara de serio para que no tuviera duda de que yo a veces podía ser amable con ella.

 Llevaba su trajecito de florecitas azules con fondo blanco, me pareció que flotaba en sus ropas. Que sensación más extraña me dio en el pecho cuando la vi darme la espalda. Quise detener la broma por un instante. Pero, esa sonrisa de medio lado que me acompañaba en mis travesuras inconscientes ya estaba en mi cara. No había vuelta de hoja.

Ella puso el recipiente en la mesa y levantó la hoja que la cubría, balbuceó unas palabras y calló al suelo.

Vaya susto, su boca se empezó a llenar de espuma y su cuerpo temblaba.

 Los gusanos se esparcieron por doquier. En su pelo, en su espalda, en el suelo, en la mesa, en el techo; subían por las paredes,  por mis zapatos. Se desplazaban con esa sensación de goma que dejan al pasar.

Un grito de mi madre y el silencio más profundo se rompió.

Agarré la hamaca, recogí una ropa mía que estaba secándose en el patio, la metí en  una alforja;  busqué una caja de fósforos, unos tabacos, mis abarcas nuevas y me fui.

Yo no iba a  andar cargando muertos. No iba a estar contentando  madres. Solo sabía una cosa: yo no tenía cara para estas cosas, así que lo mejor era perderme monte adentro, como lo hacía mi padre en sus viejos tiempos.

Después de varios días en el monte, durmiendo en la hamaca colgada de árboles altos y de trajinar entre la maleza, uno empieza a cansarse y a darse cuenta de que por entre las grietas de las peñas hay otros monstruos de la vereda: las serpientes. Con su siseo escalofriante me asustaban por las noches y no podía dormir del miedo a que alguna terminara trepándose en mí mientras dormía. ¿Por qué todos estos pequeños demonios me causan tanto escozor? Si se parecen a mí, son solitarios y escurridizos.

No había nada que hacer. La dieta del monte  me produjo diarrea, así que decidí regresar. Mientras bajaba de la montaña se cruzaron en mi cabeza mil pensamientos: que mi hermana había muerto, que mi madre estaba triste, que tal vez no había pasado nada y la iba a encontrar con sus vestiditos al aire, lavando la ropa con un tabaco en la boca;  hinchada de humo y de alegría, cantando las canciones que su novio Jaime le dedicaba.

Cuando llegué,  lo primero que vi al doblar la esquina de mi calle fue un niño jugando con un balón. Por un instante creí que tenía gusanos en su pelo. Pero no. Debe ser la situación que me puso  a alucinar. Seguí caminando con el burro al lado y vi mi casa. Había pasado un mes y ahí estaba yo, de vuelta.

La puerta estaba entreabierta y adentro Jaime cantaba un vallenato con su guitarra negra. Su voz triste se sentía quebrar por momentos. Seguí hasta llegar y abrir del todo la puerta.

Mi hermana estaba en cama con un vestido nuevo. Arriba en el zarzo un féretro con un candado, lo usaba como baúl para guardar sus cosas.

Nadie me miró, nadie me dijo nada, como si el muerto fuera yo.

Jaime se fue al patio con los ojos llenos de lágrimas.

-Venga papá. Ciérreme usted los ojos que ya  me llegó la hora.- Dijo Mayo, en agonía.

Papá extendió su mano que se alargó hasta el infinito. Sus dedos temblaban. Tocó la muerte con ellos y un instante antes de que llegaran a los parpados, los ojos de ella se cuajaron en aire, como viendo la nada, y su brillo habitual se convirtió en una masa gelatinosa, como los pescados cuando les ponen demasiada sal y luego se la sacan, así. Mirando la muerte de frente. Y luego la mano de mi padre le cerró los ojos para dejarla dormir su sueño eterno.

Solo hubo silencios, por muchos años. Silencios de gusanos que se treparon en mí, por todo el cuerpo, por los brazos, por las piernas, y aun los sigo viendo en cada cosa que agarro, en cada cosa que miro.

Cuando el ataúd bajó ayudado con cabuyas los tres metros abajo, los gusanos seguían saliendo por las orillas de la tapa. Aun masticaban la hierba que cubría su tumba muchos años después.

 

Mayo.

No es que me llame mayo, no. Me dicen así de cariño. Mi nombre es María como mi madre, como mi abuela; como seguramente se ha de llamar alguna de las hermanas, o sobrinas  que nazca después que yo muera. Una tarde estaba en la hamaca meciéndome y se me vino a la mente que alguna sobrina mía, en algún día futuro se llamaría también como yo,  quizá lo llevaría como segundo nombre. También se me ocurrió que a causa de eso podría llegar a sentir interés en su tía difunta y así escribiría la historia de mi vida. ¿Pero qué historia y qué vida? si mi existencia será tan corta que al final habrá parecido estos renglones.

 Aunque no me crean, yo sé el día exacto, la hora y la causa de mi muerte.

Nací en una vereda más allá del olvido, en las afueras del Carmen de Bolívar, enterrada en las montañas que también llevan mi nombre: Montes de María. Claro que se llama así por la virgen del Carmen, no por mí.

Aquí nací y aquí he vivido toda mi vida. Con mis padres y mis hermanos. Con la única entretención del caso que siempre fue tejer mochilas y luego llevarlas a vender al pueblo y así poder comprar telas para vestidos, algo de comida enlatada o esas pequeñas cositas que perfuman y hacen a una mujer más bonita.

Mi  papá y mi hermano mayor se encargan del cultivo, mi mamá y yo de cuidar de la casa y de mis hermanitos pequeños. A veces mi novio me venía a ayudar  con las cosas de la casa.

Somos una familia normal, a excepción de mi hermano Vicente,  que es algo así como el fenómeno que toda casa tiene. Es un ser humano detestable, que solo piensa en hacer bromas y en fumar tabaco. Es el mayor de todos, debería cuidar de los más pequeños, en lugar de eso vive asustándonos con animales del campo. A mí siempre está asustándome con gusanos. Mi mama dice que es culpa de él que yo sufra del corazón.

Las enfermedades son otra cosa acá. Uno puede ir a un médico a que lo vea y le diga que es lo que uno tiene, pero nunca hay plata para los tratamientos y los males se pasan solos. Pero esto que yo tengo, nunca se va a pasar, es peor cada día. A veces siento que me falta el aliento, se me acelera el corazón y esos dolores frecuentes en la mandíbula, el cuello, la espalda y el pecho.

Todos los síntomas dicen que tengo una enfermedad del corazón.  El médico me ha dicho que no fume, pero no hago caso, además que trate de no impresionarme. Como si yo escogiera asustarme o no de las cosas.

Hoy mi hermano José María fue a la huerta a quitarle los gusanos al tabaco. Él está más enfermo que yo con ese tema. Dice que no les teme. Pero, siempre está diciendo que en todos lados ve esos “monstruos.” Así les llama. Alucina, como si el tabaco que se fuma estuviera lleno de marihuana.

No es un buen día para quedarse en casa porque va a llover y quiero ver el cielo y que las gotas me golpeen la cara. El tiempo es corto. Me queda un mes de vida. Hay que salir y fumar mucho hasta que los dientes se pongan negros y la boca quede con ese sabor a tierra y las cosas den vueltas y pueda respirar todo el aire que baja de la montaña.

Hace un año compré un ataúd y lo tengo en el zarzo. Ahora mi familia me llama loca. Pero es que no quiero causarles molestias cuando me muera. No quiero ser una carga ni aun en mi muerte.

A veces es mejor ignorar las sensaciones que me dan con respecto al tema, hoy por ejemplo las he tenido todo el día. Pero, es mejor disfrutar cada momento como si fuera el último.

Hoy es un buen día para abrazar a mama, para besar a Jaime, incluso para hacer un almuerzo de reyes y que todos se sienten a comer juntos en casa. Incluso es un buen día para empezar a creer en mi hermano y entenderle todas sus alucinaciones y perdonarle todas las bromas. Es un buen día para hacer muchas cosas. Después ya no tendré voz ni aliento para nada. Es triste y doloroso saber que día moriré y no poder hacer nada, pero mientras llega el momento disfrutaré de cada cosa. Incluso hasta del simple hecho de hacer una ensalada. Con los tomates que  me ha regalado mi hermano.

 

 

 

 

 

 

CARTA


jueves, 27 de noviembre de 2014

DOY ENTRADA AL TIEMPO, A MI POESÍA,  A MIS VIAJES ESTELARES, TEMPORALES ABISALES; A MI MUNDO DE INTERPRETACIONES Y CONSUELOS EXISTENCIALES. DOY ENTRADA AL MUNDO DE LA CONCIENCIA DE HELEN VEGA GUZMÁN.
SIN SUPLICIOS, SIN ARREPENTIMIENTOS, SOLO RECUERDOS QUE AUN VIVEN EN MÍ DESDE TIEMPOS ANTERIORES A MI PROPIA EXISTENCIA.

LADY MACBETH.

MI ÚLTIMO DIA EN CARTAGENA

 

Desde que era niño, no me hacía falta otra cosa más que el cielo de la tarde, siempre distinto, coloreado de todos los tonos del azul, entrecortado por un horizonte lleno de árboles; el ganado que seguía la misma ruta día tras día, el desayuno a las 5 de la mañana  y el sabor de la leche recién ordeñada. Mi universo era el universo de siempre, atrapado en un entorno de verdes de praderas y lomas, conformado por las rutas y la gente que veía siempre. Nunca fue más ni menos de lo que necesitaba, tenía lo indispensable para el cuerpo y también para el ánimo. Mi único anhelo era el sábado, cuando iba a esperar a Juliana a su casa para llevarla al pueblo y comernos un helado; a ella le gustaba el de chocolate, siempre pedía del mismo, luego me abrazaba y se reía y me volvía a abrazar. Ella era lo que  me movía a la civilización, porque cuando no estaba con ella, sólo necesitaba mi universo para sentirme completo.

Aquel día, fui como todos los sábados por juliana, estaba más linda que nunca; su cabello largo y negro y sus ojos pequeños que me miraban con ternura, no sé por qué había un brillo diferente en ellos. Corrió hasta mí y me abrazó diciéndome:

- ¡Helías!  Te estaba esperando, amor, estoy feliz, quiero gritar.

-Entonces grita, no tengas miedo-. Le dije levantándola con mis brazos y sujetándola a mi pecho.

Después de reírnos como locos empezamos a caminar tomados de la mano, en un instante me miró y empezó a decirme:

 -Sé que me quieres mucho y que eres muy noble-

Aquellas palabras las decía en tono dulce como preparando el terreno, para asestar un golpe fatal.

 -Helías, sé que quizás no entiendas, pero este pueblo no lo es todo, el mundo es muy grande, hay cosas que ni te imaginas.

 Tuve que hacer un esfuerzo para no cambiar la expresión.

 -Me tengo que ir a la ciudad, voy a trabajar, me consiguieron un trabajo en Cartagena y me quiero ir para allá –

El gusto se me volvió angustia. Y ¿Ahora qué? si yo no sabía vivir sin aquellos sábados, sin sus besos, sin mi pequeña. Aguanté un nudo que se me hizo en la garganta, para poder seguirle la conversación.

-Juliana, jamás te he dicho que no a nada, siempre te apoyo en todo, pero nunca pensé que me dejarías.

-No te dejo, tu vendrás después a vivir conmigo-

  Sus ojos me miraron llenos de una alegría que jamás le había visto y me mostró una revista. Nos sentamos en un andén y empezamos a ojearla.

Siempre había pensado que los lugares comenzaban donde está la tierra, la hierba, los animales; donde cantan los gallos, y las hormigas conviven con uno  y los perros se sacuden sus incomodidades sobre el piso. El espacio de agua más grande que había visto era una laguna, situada en una finca que quedaba a dos leguas de mi casa. Me había  conformado con el vértigo de las tormentas de agosto y el ritmo brioso de la yegua de papá. Jamás imaginé un mundo donde los árboles fueran de concreto y tuvieran hojas  largas, delgadas y metálicas o que las casas se suspendieran unas sobre otras como los cúmulos de tierra donde suelen vivir los comejenes o los panales que fabrican las abejas.

Cartagena, decía la portada. Empecé a leer y a ver lo que era la ciudad.  Ya antes había visto fotos de  ese sitio, pero aun así  pensaba que solo existía en el papel o en alguno de mis locos sueños, aquellos que prefería ignorar para ahorrarme la necesidad de pensar en cosas inútiles como decía papa.

-Hijo. La vida está en el monte, no se ponga a pensar en nada más, eso de estudiar y caminar no es bueno, le puede pasar como a su abuelo que por andar de caminante lo robaron y lo mataron en la ciudad.-

 Recodaba con exactitud lo que mi padre me decía, porque me lo repetía siempre,  cuando me veía tomar alguna revista o algún libro  para leer.

El corazón se me aceleró, sentía un terror absoluto, y a la vez una emoción que no sabía explicar, pero pensé que no sería tan malo si Juliana quería irse, si había gente que vivía allá.

Después de conversar y oír a Juliana darme todas sus excusas para querer irse, me devolví a mi casa, no paré de pensar en aquello durante todo el resto de la noche. ¿Qué debía hacer?, ¿por qué lo dudaba? Si yo era mayor y podía hacer cosas que antes no. Pensaba y pensaba, pero aún faltaba tiempo. Quizá, después se me quiten las ganas, me decía a mí mismo.

Pasaron dos meses y Juliana estaba por irse. El día antes de partir la fui a buscar, y su mamá me abrió la puerta, con su cara de fingida amabilidad llamó a su hija y ella salió. Sus ojos estaban llenos de lágrimas.

-Helías, te voy a extrañar mucho-.  Me besó como nunca, frente a todos, sacó de su bolsillo un papel arrugado y me lo dio.

-Ésta es mi dirección en la ciudad, sé que vas a ir a buscarme, ¡júramelo Helías!, porque si no vas no nos veremos nunca más. Yo no regresaré-

Me miró y se puso a llorar. Un último beso y entró en su casa, desapareciendo ante mis ojos con su trajecito azul y los pies descalzos. La puerta se cerró detrás de su pelo negro que acababa de dejar impregnadas mis manos de un agradable olor a shampoo, del rosado, de ese de Juliana, el mismo que nunca olí en ninguna otra mujer.

 

Quise decirle que no llorara, que si lo hacía entonces no nos volveríamos a ver. No sé por qué se me ocurrió ese loco agüero de mi madre que dice que no hay que llorar por los vivos, porque después se mueren, pero no me dio tiempo, se fue, quizá para que no la viera llorar más, o para que no me doliera tanto, sin saber que mi corazón estaba hecho pedazos y que nada podía dolerme como aquel sentimiento de vacío que acababa de dejar en mí.

No la volví a ver, no me escribió en meses, y yo no hacía más que pensar en la ciudad, en buscarla y caminar con ella aquellas murallas de la foto. El papel que me había dado ya estaba casi borroso de tanto que lo sacaba para mirarlo como si se tratara de una carta de amor. Casi cuatro meses y yo siempre yendo a su casa a preguntar por ella, pero su mamá no me abría la puerta.

Entonces decidido salí aquel día de mi casa, escogí una ropa, la metí en una bolsa, saqué los ahorros de debajo del colchón; me bañé, me vestí, no dije nada como siempre que salía. Mis padres nunca me preguntaban nada, solo el perro Chente, me saludó con su cola, y yo le dije: ¡Adiós amigo! Mientras me encajaba la camisa de cuadritos, la favorita de Juliana. No sé si llevaba más ganas que susto, pero el hecho es que me puse en marcha y mi destino: la cuidad de los arboles de concreto, y de balcones florecidos, la de las casas que se suspenden unas sobre otras.

Luego de andar largo rato en un bus de San Juan  llegué a la terminal de transporte, empecé a preguntar y por consejos tome una buseta verde y blanca que llegaba hasta el centro. Durante todo el camino no hice más que mirar por la ventanilla,  y notaba como poco a poco la cobertura de las casas iba cambiando: de rusticas a elegantes, luego a distinguidas, luego ostentosas. En el ambiente habían olores distintos: a café, a carne asada, a limón, a gasolina, sobre todo a gasolina, y ese hedor de la estufa de la mamá de juliana que siempre me molestaba tanto, ahora los carros olían a eso. La gente era tan distinta, era un universo paralelo al mío. Pero, sentí una necesidad de quedarme allí para siempre, solo hacía falta  Juliana y todo estaría completo.

 

Al llegar al centro  vi a la  ciudad más hermosa del mundo, parecía suspenderse sobre la espuma del mar, las murallas estáticas, eternamente gobernaban su entorno.

Me desorienté, yo que siempre sabia la hora, ahora ni sabia para que lado se escondía el sol, pero aún estaba la luz de la tarde, brillante  sobre los techos de concreto.  Apreté con fuerza el crucifijo que siempre llevo conmigo, para que Dios me vea. Volví a mirar el panorama, la ciudad de balcones. Ahora estaba  dentro de ella, bueno, a unos cuantos pasos porque debía cruzar la avenida. En frente estaban las murallas y detrás las calles que tanto anhelaba recorrer.

-Y la dirección de Juliana…bueno, ya encontraré quien me diga donde es ese sitio-, pensé.

Al cruzar la calle miré a la derecha, pero no me percaté. Del otro lado un automóvil gris: el golpe, el estruendo, mi cabeza, el pavimento. Mi cara chocó contra el metal, se me aflojaron los dientes; dejé de sentir mis brazos, los hombros, las piernas, y un hilo de sangre comenzó a fluir por mis oídos. Escuché la gente gritar, y los autos pitando. No tenía noción del tiempo, todo pasaba tan lento y de repente se aceleraba todo. De cara al sol entre abrí los ojos y vi una cruz roja. Mientras me sujetaban para  ajustarme a una cama larga alguien me limpió la cara con un paño, unas  manos rudas  intentaban mantenerme atento y distraerme de lo que me estaba pasando. Comencé a pensar en Juliana, dónde estaría.

Recuerdo bien las caras, los uniformes blancos, todo era blanco, a diferencia de mi universo donde todo era verde, aquí todo era blanco: mis esperanzas, mis deseos.

Todo aquello me provocó una somnolencia incontrolable, como si me pesaran los párpados, yo que casi no dormía. No comprendía por qué me ocurría eso, quizás era por la sangre que me estaba saliendo por la boca y las orejas, pero no podía dejarme vencer del sueño,

 -Ya casi llegamos.-  Dijo el hombre vestido de blanco. Empecé a sentir que no aguantaba más. La voz se repetía, cada vez la escuchaba más lejos, pero el sueño me vencía,

-No me quiero dormir-. Traté de gritar, pero no me salían las palabras. Abrí los ojos de golpe, entonces me bajé de la ambulancia, y miré a mi alrededor. Veía los autos veloces pasando cerca, algo dentro de mí me decía que debía correr tras  aquellos que se llevaban mi cuerpo, pero volví a mirar la ciudad, hipnotizadora, hermosa. Quizás después persiga el recorrido del blanco, ahora prefiero caminar por la cuidad. Alguien debe saber la dirección de Juliana.

 

CALLE ARRIBA



El lleva el misterio al costado

Como una puñalada que lo desangra

Sujeta el lado izquierdo de su pecho

Calle arriba

El Pequeño Rinbaud

Es un punto en mitad del mundo

Mientras llega el final

Camino junto al él

Y le sostengo el pecho

Con una sonrisa

Extranjeros de paso

Las calles nos hicieron reverencia

Aun estas caminando por aquella calle

Pequeño Rinbaud

Aun llevas aquella calle

Enterrada en medio de tu corazón.

FOGATA



Voy por estas calles

Perdida en medio de montañas

En medio de altos edificios y pinos grises

Letras y versos

Sueños

Cerveza

Humo

Sabores de ausencia

Tierra

Humedad

 No tengo miedo

Me acompaña una piedra

 Y un pedazo de fuego

Juntos hacemos una fogata

¿Recuerdas que te dije que yo era un árbol?

 

 

 

 

 

MIENTRAS NO ESTAS



Extraño la humedad de tu cuerpo

Extraño el vacio que dejaron tus besos

En mi boca

Extraño tu piel

Tu voz

A veces, me siento a esperarte

En mitad de la nada, y en mi mente

Viendo el cielo que compartimos un día

Con las manos en el aire vuelvo a dibujar

La figura de tu cuerpo y me duermo

Inventando las horas que te quedas

A mi lado, mientras no estás.

SUBSUELOS



Hay que bajar empinadas lomas

Para llegar a él

El carro gira en círculos

Círculos infernales

El purgatorio esta a la mitad

Las almas que gritan

Las veo por la ventana del bus

El subsuelo es espeso

Y rocas redondas lo hace más difícil

Como un imán nos hala el precipicio

Y seguimos bajando

Y bajando

Y bajando

Y bajando

El cielo está allá abajo.


 

 

 

POR EL CAMINO


Atrás queda el calor de los días.
 El mar deja de ser visible
Lo sepultan las montañas
Los árboles
La carretera me absorbe
Como si yo fuera un pedazo de papel
Succionada por un túnel
Se me escondió el alma
Metálicas puertas
La encierran
Busco el tiempo
Ecos
Sueños
Ríos que me llevan despacio
Atardeceres fríos
Desde una ventana
Llego al lugar
Donde vive tu ausencia
 
 
 
 
 
 

 

 

 

SE VARÓ EL BUS, ES TARDE...



El dolor en los pies es urgente pero es más urgente llorar por alguien más.

Hay que caminar, ya que no tengo alas tengo que caminar.

Meto la mano al bolcillo. No hay nada. Las alas de metal no alcanzan para otro vuelo.

Otro día más.

Otro sol caliente y las marcas en el cuerpo de ese sol que a cada rato cree que todas las calles son playas.

Paso la mano por el cuello, y esos trozos de vidrio que me dejó la ventanilla del bus salen  por todas partes.

Se varó el bus o se estrelló. Qué más da.

Por lo menos no tendré que ir a trabajar hoy.

 

 

OLVIDADA


Acelerando el curso de su pérdida Helena escribe por última vez sobre un papel arrugado en la mesa, escribe de esperanzas perdidas, de amor, del dolor que no ha sentido, y se imagina que el mundo la espera. Le gusta cómo se siente cuando la olvidan, cuando la miran de reojo. Apegada a sus esperanzas no reconoce su orfandad, cree que si ama podrá ser amada, Helena cree, acelera el curso de su desgracia.




SEMENTERIO DE SUEÑOS



“El carro que paró en la esquina está esperando un cadáver

Sus luces son intermitentes y cuesta trabajo no distinguirlo en medio de la noche agitada”

 Yo que me quedé esperando

Me senté en la acera de la terminal a esperar aquel bus que me llevaría a Cartagena.

No pensaba en los carros que transportan cadáveres por las noches.

Días después Jugueteaba en la arena por las tardes sin pensar en nada

Me acostaba en la hierba a mirar el cielo.

 

Traje de equipaje sueños y amores

Ilusiones y amaneceres en el alma inventados

Me agachaba por ahí a hablarle a los perros y a esquivar hormigas

Pero el tiempo y las luces de la ciudad ciegan

Y no hay manera de que alguien piense que ese carro estacionado en la esquina sea mío.

 

 

 

 

ESTOY ALLÁ.



El forro capilar que me recubría y embultaba mis arterias,

Se encuentra ahora donde nadie lo quiere encontrar.

 Me sepultó el tiempo.

No me busques más.

El llanto es impune, solo te queda él.

Envuélvete en él y encuentra mis espejos

Entre la gente que cruza o en todo aquello que te sabe a mí:

El guaro de la tienda, el café caliente, el cigarrillo de menta, a seis de la tarde.

 Entonces me pensaras y sentirás que estoy allá,

Más allá de los azules del cielo, o en la lontananza

 Donde el mar da la vuelta en su esquina oceánica.

 

EMPIEZO A ESCIBIR


Creo que…

Prefiero desaparecer; huir, olvidar, dejar de pensar,

Dejar de ver, dejar de sentir;

Desconectarme,                            

Ausentarme,

Perderme,

Morirme,

Trascender...

Empiezo a escribir, empiezo a desaparecer

 

SERAS INMORTAL


 Serás inmortal.

Sigues tirando tu amor al baúl mujer,

Enterrada estás,

Hueles a madera y a vicio,

Hueles a tierra y a cemento;

Hueles a licor caliente, a muralla,

A cigarrillos y a café,

Hueles a soledad y a brisa,

Hueles a seis de la tarde, es tarde...

Pensé tarde, hueles a mí.

Increpas tu mirada al cielo y respiras profundo,

El aire exhalado la boca de te sabe a sangre.

Eres perfecta,

corazón apunto de detenerse,

Vives adentro,

Aquí ya casi no respiras.

Eres perfecta,

Serás inmortal,

Cuando se detenga el circuito púrpura que recorre carne... Serás inmortal.

 

UN PERSONAJE MÁS



Que cotidiano efecto producías en mí antes de  mirarte, pensaba en alguien más y era más fácil despedir una llamada y contestar otra. Era la rutina del cuerpo que  se entrega, el espíritu saciado con rapidez; era el llegar, salir, caminar moverme en el espacio de lo simple y lo brutal. No creía en ángeles, y pensaba en el cielo como la repetida y lenta extensión de silencios, compuesta por  las almas difuntas llenas de luz, despreocupación y apatía.

 Solo de extraño notaba que al terminar la tarde había un vacío inquebrantable, y una necesidad de buscar con la mirada un verso desplegado en el aire, una respiración, algunos ojos tristes que me angustiaran, que me sacaran de mi  indiferencia, de la tortura del tedio.  Pero ese ensueño tardío me hizo desear regresar al estado de mis ocho renglones anteriores, y empujó mi inspiración al extremo, al precipicio angustioso de pensar en mucho y no poder decir nada, al estado absurdo del deseo reprimido, del dolor de un beso que nunca se humedecerá en ti.

Después de saberte, deseé eso y no desee nada. Y me preguntaba si aquel ser que concibo  inanimado, te hizo llorar  adrede, para mandarte a mí;  para hacerme sentir y pensar que el cielo ya no es más lóbrego  ni brillante, sino que se parece a tus ojos tristes, y que el purgatorio es tu ausencia y tu voz mi tierra y  tu saliva es el éter y tu abdomen mis sueños, y que  tu y  solo tú, bajaste  el nirvana a mi trance. Y entonces cuestiono que si eres real, o si por el contrario soy yo un sueño lejano, un personaje más de alguno de tus escritos, de los que sepultas en el armario y que has traído a remendar, y sólo te hablo desde tu invención, rogando insistentemente que escribas que mañana quieres verme, y  sacarme, sacudirme, borrar sobre mí, y volver a corregirme, y que eres feliz al sostenerme en tus manos y que quieres saber también si soy real y puedes sacarme de aquellos papeles, y reescribirás de algún modo que yo te necesito para existir en coherencia, y que te extraño y tú lo sabes y que como todas la tardes después de verte ya no se qué haré después de las seis de la tarde.

 

RETROCESOS


Las lámparas que se levantan por encima de la muralla

 Y la hierba que crece por entre las rendijas de los bloques

 El aire

 El azul del cielo

 Y tú

 Tú: en la luz de las lámparas

En el azul del cielo

En el aire que respiro

 Y naciendo mil veces en retroceso

En las hendiduras de mi corazón

SI ME PIENSAS


Ya sé que existí alguna vez en tus vagos recuerdos

 Que de repente un día te levantas y piensas en mí

 Como el olvido repetido que regresa para hacerse olvidar de nuevo

 Sé que existí alguna vez en tus días de agosto

En las carreras del colegio, en las fiestas tardías

Sé que existí en tus ganas, en tus desesperos, en tu desdén

En tus iras,  en tus alegrías.

 Muchas otras veces existí en tus ojos

 Como la tenue luz que iluminó tus horas

Pero ahora no recuerdo bien si es que existía porque respiraba

 O por que alguna vez has pensado en mi