Sus cabellos enredados y abundantes suplicaban por un baño, una fresca brisa que tal vez calmara su agobiante pelea contra el sol de la tarde y los calores insoportables que traían los veranos eternos de esta ciudad.
Su caminar pausado, sus uñas largas, sus pies casi descalzos y un tabaco envuelto en hojas de árboles lunares. Devoraba libros y periódicos viejos, se comía la sangre de las bibliotecas como esas pequeñas sanguijuelas de rio.
Le gustaba mirar el cielo y respirar el aire de los días. Su sueño era ser poeta. Su sueño era correr por los encantos de la literatura contemporánea y ganar todo el dinero que alcanzara para comprar la infinita basura literaria y tirarla a lo largo de la avenida Pedro De Heredia e incendiarla toda escuchando canciones de Soda Stereo (la ciudad de la furia, para ser exactos)
Tenía a cargo tres cuadras a la redonda, desde el lugar donde vivía, hasta más allá de las canchas de microfútbol del mismo barrio. Su poder era mínimo por la falta de práctica y el abandono tan evidente en que había dejado su poder angelino.
Las criaturas como Briay cuando dejan de ser presionadas por el poder celestial, empiezan a cambiar su aspecto; su poder se anula. Lo único que le queda es una capacidad única para escapar de los accidentes, huir de las peleas y las agresiones de los seres humanos.
Briay ahora solo era un humano con un leve aspecto diabólico, una especie de criatura limbica que no se puede describir a simple vista. Había perdido sus alas hacía más de 200 años. Algún Dios mezquino y olvidadizo le había dejado a su libre albedrío y él solo encontró consuelo en los libros.
El barrio se volvió peligroso. Briaiy nunca más volvió a salir por las noches a luchar por la justicia deprimida de la ciudad.
Su barba creció un poco y sus dientes se pusieron negros a causa del tabaco sin filtro y el vino tinto de caja.
Una tarde de abril, mientras los niños corrían a bañarse en un aguacero repentino, Briay contemplaba atento el movimiento la brisa que jugaba con las gotas de agua. De repente notó que había un lugar en donde no caía agua. Parecía no mojarse y ni siquiera el piso se mojaba. Su instinto dormido empezó a despertarse. Se retiró lentamente de la ventana y bajó al primer piso a ver qué pasaba. Al salir a la calle vio un hombre parado en ese lugar, el mismo lugar que no se mojaba. El hombre estaba seco a pesar del torrencial aguacero que estaba cayendo, su aspecto de callejero le tranquilizó un poco, pues pensó que tal vez era uno igual a él. Pero no. El extraño se aproximó lentamente hasta donde Briay estaba.
-¿Eres Briay Savlé? Traigo algo para ti- El hombre extendió su mano Y le entregó una cajita pequeña, gris, de madera y con algunas inscripciones que le hicieron temblar de miedo.
-Sí. Soy ese- Respondió Briay sosteniendo la cajita entre sus manos.
La inscripción decía “IESUS OMNIMUS SALVATOR”
El hombre se acercó más a Briay y le dijo:
-Viernes santo. Iesus nazarenvs rex ivdaeorvm me manda a recuperar tu alma. Oblitus litterarum, veni nobiscum.
Briay abrió la cajita y en su interior había dos pequeñas alas blancas cuya luz incandescente lo dejó un poco aturdido.
-Libertad, Dios, tus alas otra vez, oblitus litteratum. No volverás a estar solo- Dijo el hombre.
-¿Quién te dijo que estoy solo?- respondió Briay. Y tapando cuidadosamente la cajita, se la devolvió con una leve sonrisa en el rostro. Respiró profundamente y miró el cielo. La lluvia empezaba a disiparse y el sol se asomaba con esa luz triste de las 4:30 de la tarde. Dio la espalda al hombre y mientras caminaba sacaba de su mochila un libro, una pequeña antología literaria de Mario Benedetti, separó algunas hojas y abrió el libro en un poema exacto, se detuvo un momento, volvió a mirar al hombre que aún estaba incrédulo y le leyó el título del poema en voz alta: “Si Dios fuera una mujer” y siguió caminando, sacó un cigarrillo y se lo fue fumando por todo el camino.